miércoles, 10 de agosto de 2011

La Maquina de los sueños






Los relojes de la estación suburbana marcaban, en grandes cifras luminosas, las doce menos veinte de la noche. Faltaba apenas un cuarto de hora para que la red subterránea del monorraíl cerrase sus puertas hasta el día siguiente, pero en uno de los andenes todavía podía observarse cierta actividad. El último tren llegaba retrasado, y las escasas personas que esperaban su llegada no tenían, precisamente, cara de buen humor. Solo un chico delgado, de pelo oscuro y ojos castaños, levemente rasgados, permanecía sentado en su confortable banco de agua sin alterarse, observando con curiosidad a la gente que le rodeaba y tratando de imaginarse lo que cada uno estaba pensando en aquel momento, una ocupación que, en los últimos meses, se había convertido en su pasatiempo favorito.
  

La verdad es que ni él mismo tenía muy claro si sus deducciones, al observar a los demás, procedían de un razonamiento estrictamente lógico o eran, más bien, puras fantasías sin el más mínimo fundamento que brotaban espontáneamente de su imaginación. Más de una vez había comprobado el acierto de sus hipótesis, pero seguía sin comprender su mecanismo. Solo sabía que, al mirar a una persona, su mente se llenaba de imágenes y pensamientos que parecían proceder de ella, y suponía que aquel curioso fenómeno correspondía a lo que, en los libros, suele llamarse intuición. Él tenía su propia teoría acerca del asunto: si su cerebro captaba más información de lo normal sobre los pensamientos de los demás, era porque se encontraba más desocupado y aburrido;


Su única distracción, en esos momentos, tenía que buscarla en su propia mente y en los estímulos que le rodeaban. Lo que los demás ignoraban era que aquella ocupación resultaba, en realidad, más divertida que ver una película o escuchar pasivamente los anuncios publicitarios que llegaban a los dispositivos electrónicos implantados en sus cerebros. Habían olvidado la riqueza de su propia fantasía, y no podían vivir sin recibir continuamente información a través de sus diminutas prótesis neurales.


Por desgracia, aquella noche, en el andén, el juego no resultaba demasiado interesante. La media docena de hombres y mujeres que esperaban el monorraíl se encontraban demasiado concentrados en sus respectivas ocupaciones como para que sus pensamientos resultasen profundos u originales. Sentada junto a él, en el mismo banco, una trabajadora del Ayuntamiento que aún llevaba puesto el uniforme escuchaba música mientras resolvía con rapidez los sencillos pasatiempos que le iba transmitiendo su rueda neural. Un poco más allá, un cibervendedor de aspecto cansado se había puesto sus gafas negras para recibir, en directo, el último capítulo de un exitoso concurso televisivo. En otro banco, una pareja contemplaba con ojos inexpresivos el enorme monitor donde se ofrecían los últimos resultados del más popular de los juegos de rol; y el operario de una empresa de alimentación que siempre coincidía con él en la parada estaba, como cada noche, completamente fascinado con la revista de moda masculina que recitaba y comentaba para él uno de los robots publicitarios de la estación. Por un instante, el muchacho creyó percibir, tras la lluvia de imágenes de lujo y prosperidad que bombardeaba la mente del operario, un confuso mundo interior de fracasos y esperanzas; pero aquella sensación no tardó en diluirse bajo el aluvión de casacas, pantalones y camisas de volantes que el robot ofrecía monótonamente a su cliente. Defraudado, el chico abandonó su juego de adivinanzas con un suspiro y se dedicó a contemplar el grueso y plateado raíl sobre el que, de un momento a otro, esperaba ver deslizarse el último tren de la jornada.



Solo entonces reparó en un individuo cuya presencia en el andén no había advertido antes. Se trataba de una especie de mendigo, un hombre alto, de unos setenta y cinco años de edad, de aspecto sucio y desaliñado, con largos cabellos grises y barba del mismo color. Se hallaba de pie en un extremo del andén, semioculto tras una de las cabinas de sueño rápido, que a aquella hora permanecían cerradas. Parecía estar escondiéndose, o tal vez espiando a alguien... Cuando advirtió la mirada del muchacho, su rostro adquirió, de pronto, una expresión extraña, casi enloquecida. Con rapidez, abandonó su escondite y, a grandes zancadas, se dirigió hacia el banco de agua y se plantó frente al chico. La señora que ocupaba el otro lado del banco se levantó y se alejó inmediatamente, asustada. El extraño olía mal y tenía un aspecto de lo más amenazador.


—Virgang —dijo de pronto, mirando fijamente al muchacho desde su imponente estatura—. , ¿Virgang strus no te llamas así? Te habría reconocido entre un millón...

—¿Quién es usted? ¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó el muchacho, sobresaltado.

—He estado buscándote —dijo el vagabundo en tono cansado—. He estado buscándote durante mucho tiempo. He ido de un lado a otro, siguiendo tu pista...

—¿Qué pista?

—La tuya —repuso el vagabundo, dejándose caer sobre el banco al lado de Virgang—. Pero no ha sido fácil. De un lado a otro, desde hace meses...



El individuo se lo quedó mirando pensativo, como si aquel nombre no le dijera nada. «Debe de ser un loco», pensó Virgang. «Habrá oído mi nombre en el control de acceso y se ha quedado con él. ¿Cómo le habrán dejado pasar? No tiene pinta de venir del trabajo...».
 

De pronto, una sonrisa iluminó el rostro del desconocido. Parecía haber recordado algo...

El vagabundo se inclinó en el asiento y, apoyando los codos en sus muslos, enterró la cabeza durante largo rato entre sus manos. Eran unas manos grandes y hermosas, aunque llenas de cicatrices y de venas prominentes. Martín no podía apartar la vista de ellas.

—¿Por qué ha dicho antes que me buscaba? —preguntó—. ¿Qué es lo que quiere?

El hombre alzó el rostro y observó Virgang con atención. Sus ojos verdes estaban llenos de expresividad e inteligencia, pero la locura los había enturbiado. Sostener aquella mirada resultaba verdaderamente difícil...

De repente, el individuo apartó la vista de Virgang y comenzó a rebuscar en los bolsillos de su mugrienta gabardina. Eran unos bolsillos inmensos, como los que habían estado de moda un par de décadas atrás. Para un vagabundo, en todo caso, resultaban muy prácticos; a juzgar por el ruido que hacían sus manos al explorarlos, debía de llevarlos repletos de objetos de lo más diverso. A Virgang le habría gustado que los vaciase allí mismo, sobre el banco, para poder estudiar con detenimiento su contenido.

Por fin, el hombre pareció encontrar lo que buscaba.

—Quería darte esto —dijo, tendiéndole a Virgang un paquete envuelto en un amasijo de trapos.

Virgang cogió el envoltorio y extrajo, de entre las sucias telas, algo rectangular, pesado y áspero. Lo contempló un instante con repugnancia.

—¡Es un libro de papel! —exclamó, sin poderse contener—. ¿Por qué me lo da? No lo quiero. ¿Es que no sabe que están prohibidos?

—¿No te gusta leer? —preguntó el desconocido arqueando las cejas.

—¡Claro que me gusta! —repuso Virgang con viveza—. Es lo que más me gusta del mundo... Pero yo leo en mi cuaderno electrónico; me descargo de la red los libros que me interesan en cada momento.

El hombre lo miró con expresión de regocijo.

—Claro, se me olvidaba —dijo bajando la voz—. A ti no han podido implantarte una rueda neural...

Virgang enrojeció, entre avergonzado y perplejo. ¿Cómo sabía aquel individuo lo de la rueda? ¿Acaso lo llevaba escrito en la cara?

—Interferencias, ¿no es eso? —preguntó el individuo alegremente—. No te preocupes, es normal...

Normal, decía aquel hombre. Virgang sintió que una oleada de calor le subía al rostro. Normal, que no hubiesen podido implantarle un dispositivo neural de emisión y recepción de datos, como al resto de la gente. Normal, normalísimo; verse condenado a seguir dependiendo de los ordenadores externos, de su cuaderno electrónico, por ejemplo, cuando todo el mundo había dejado de usarlos... ¿Se daba cuenta aquel individuo de la tragedia que aquello suponía para él? Hasta entonces no había tenido demasiados problemas, pero ¿qué ocurriría cuando desapareciesen todos los sistemas externos, cuando su cuaderno electrónico se estropease y no hubiese modo de adquirir otro en el mercado? Tendría que dejar de leer, de estar conectado al mundo... Se vería condenado a una existencia primitiva, casi infrahumana, y se convertiría en un extraño entre la gente... Como aquel tipo, pensó de repente. Un estremecimiento le recorrió la espalda. En eso era en lo que se convertiría, en un marginado, rechazado por la sociedad. El mendigo, de algún modo, había adivinado la afinidad que existía entre ambos, y por eso se había acercado a él.

—No puedo aceptar esto —murmuró, tendiéndole el viejo libro al vagabundo—. Es ilegal...

—No seas tonto —replicó el mendigo, impaciente—. Este libro se imprimió mucho antes de que la prohibición entrase en vigor, así que nadie puede acusarte de nada. ¿Es que no sabes que mucha gente de la clase alta todavía conserva bibliotecas enteras en papel? Y nadie se mete con ellos...

Virgang lo miró con desconfianza. La información que un tipo semejante pudiera facilitarle acerca de la clase alta resultaba, como mínimo, dudosa. No parecía muy probable que conociese a ninguno de sus miembros personalmente...

—¿Por qué insiste en regalarme el libro? —preguntó.

—Ni siquiera te has fijado en el título —repuso el vagabundo en tono de reproche—. Léelo: El Hombre de la Mascara de hierro . ¿Qué te parece? ¿No te pica la curiosidad?

—Estoy seguro de que es un libro muy interesante —dijo Virgang, conciliador—. En cuanto llegue a casa, lo descargaré de la red. Pero no es necesario que usted se desprenda de esta... antigüedad. Quédese con él, seguro que le tiene cariño...

Algo, en el rostro del mendigo, pareció conmoverse intensamente. La bruma de sus ojos se volvió más espesa, y sus arrugas parecieron, de pronto, acentuarse de un modo extraño, como si una telaraña de sombras hubiese venido a hundirse en su piel.

—¿Es que no entiendes nada, chico? —rugió con voz de loco—. ¿No entiendes nada de nada, verdad? No sabes nada ni entiendes nada. La Mascara de Hierro!, ¿no me has oído? Es importante que tengas este libro, ¡es sumamente importante! Te he buscado durante meses para darte esto, he seguido tu pista... No puedes hacerte una idea de las penalidades que he sufrido.

Acobardado, virgang abrió su cartera y guardó el libro en su interior. Aquel pobre hombre le daba mucha lástima. Era evidente que había perdido el juicio.

Al comprobar que el muchacho aceptaba el regalo sin oponer más resistencia, el tipo comenzó a serenarse poco a poco.

—Algún día entenderás por qué es tan importante —murmuró con expresión de fatiga—. O tal vez no... Pero eso ya no es de mi incumbencia. Yo he hecho lo que tenía que hacer. Al menos, una parte. El resto se me ha olvidado... ¿Qué tal está tu padre? —preguntó bruscamente. 

Virgang sintió que todos sus músculos se ponían tensos, como siempre que alguien aludía a su padre en un lugar público. Miró a un lado y a otro con recelo, pero nadie parecía estar escuchándolos.

—Es usted miembro de la Guardia pretoriana?.

Al momento se arrepintió de haber pronunciado aquellas palabras. ¿Y si, después de todo, aquel individuo era un espía? ¿Y si todo aquello no era más que una trampa para tratar de sacarle información? Su padre le había advertido de que debía mantenerse siempre en guardia...

Pero entonces sus ojos se encontraron con los del mendigo y vio que en ellos había auténtica tristeza. «No es un espía», se dijo, aliviado. Tal vez se tratase de un antiguo compañero de su padre, de un camarada de armas. Tal vez Eso explicaría su aspecto desaliñado, y también, quizá, el hecho de que lo hubiera reconocido.

—Creo que empiezo a entender —dijo únicamente—. Y le agradezco mucho, muchísimo, que me haya traído este libro.

El mendigo lo miró con curiosidad. Luego, se echó hacia atrás en el banco y cerró los ojos, como vencido de pronto por el cansancio. Cuando volvió a abrirlos, a Virgang le sorprendió su expresión perpleja y desvalida.

—No me gusta este lugar —murmuró con lentitud—. No me gusta nada; ni tampoco estos tiempos. Son horribles, los detesto... ¿en qué año estamos? —preguntó súbitamente.

—En 2221... Febrero, día 15... Lo pone ahí, en ese panel, ¿no lo ve? —preguntó Virgang, asombrado.

—Sí, es verdad —repuso el mendigo—. Lo había olvidado. Unos tiempos horribles, horribles, llenos de decadencia y vicio.... Daría lo que fuera por volver a casa.

—¿Dónde está su casa? —preguntó Virgang, interesado.

El mendigo hizo un vago gesto con las manos.

—Lejos —murmuró—. Muy lejos. El nombre del lugar no te diría nada. Si pudiera volver... Pero he olvidado demasiadas cosas, no lo conseguiré nunca. A no ser que tú, un día, puedas ayudarme...

En aquel momento se oyó el rumor del tren que irrumpía en la estación, saliendo de un túnel. Todos los que esperaban se acercaron al borde del andén, como si por el hecho de ser los primeros en subir a los vagones fuesen a llegar antes a su casa. Virgang, después de un momento de vacilación, también se levantó de su banco. El vagabundo, en cambio, no se había movido...

—¿No viene usted? —preguntó el muchacho.

El mendigo, que había vuelto a cerrar los ojos, hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No, yo me quedo aquí —murmuró con voz apenas audible—. Suerte, virgang. Me alegro de haberte encontrado.

—Pero ¡no puede quedarse aquí! —objetó Virgang, alarmado—. Dentro de un momento, cuando los andenes queden vacíos, pasarán las máquinas de limpieza suburbana. Si no se va, le destrozarán...

—No te preocupes —repuso el anciano—. No me pasará nada.

Todos los pasajeros habían subido ya al tren, pero Virgang no se decidía a abandonar allí a aquel hombre. Se quedó unos instantes parado ante él, mirándolo indeciso.

—Puede venir a mi casa, si quiere —dijo en voz baja—; mi padre no pondrá reparos, estoy seguro. Es muy comprensivo, lo entenderá...

Pero el hombre ni siquiera parecía haber oído la propuesta del muchacho.

—¿No has pensado nunca que los libros, en realidad, son máquinas de fabricar sueños? —preguntó de pronto, con un extraño brillo de esperanza en la mirada.

Se oyó el último aviso para subir al tren antes de que dieran la señal de salida. Virgang corrió a la puerta más cercana y saltó al interior de uno de los vagones. El vagabundo le había seguido y lo contemplaba desde abajo, sonriendo. Antes de que las puertas se hubiesen cerrado del todo, tuvo tiempo de oír sus últimas palabras.

—Lee ese libro, Virgang... Y que tus sueños sean felices...

Un instante después, el tren se puso en marcha y, dejando atrás los iluminados andenes, penetró en la larga oscuridad del túnel que debía conducirlo hasta la siguiente estación.


Pd: Cuando me llegue el siguiente Capitulo lo publicare mas rapido que se me fue de la cabeza...
Pd2: Anims Maiol, que pinta molt bona!!!

1 comentario:

  1. ya decía yo que me sonaba de un libro xD, se te ha colado un "Martín" donde debería de haber un "Virgang"; ya de paso recomiendo la saga de la llave del tiempo.

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